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Ratas verdes
As dependentas foron desagradables e esqueceron todo o que deberían ter aprendido sobre atención ó cliente. Basicamente, esqueceron todo o que deberían ter aprendido sobre os bos modais. Se mirabas no seu interior, a súa alma e o seu corazón eran verdes.
Así que ela se desculpou argumentando que tiña que ir ó servizo. Baixou os chanzos un piso, buscou o símbolo que indicaba que alí era o mexadoiro de mulleres, entrou e pechou a porta. Abriu o bolso e sacou unha pequena caixiña como unha gaiola rectangular.
-Veña, princesa, fai ben o teu traballo.
Acariñou e bicou a rata antes de soltala.
Saiu do comercio despois de saudar cun sorriso.
Piensa el ladrón que todos son de su condición
- Noria en Zaragoza para las fiestas del Pilar 2013. Fotografía de Gustavo Marco en su galería de Instagram: http://instagram.com/p/fqEHi4hRUf/
Dice un refrán «Piensa el ladrón que todos son de su condición». De toda la sabiduría popular, este proverbio es uno de los más ciertos. Veamos, por ejemplo, si hablamos de dinero: son aquellos que colocan a sus familiares o amigos en altos cargos gubernamentales, por no hablar de sus negocios privados, los que acusan a las personas en situación de desempleo de defraudar o de cobrar en negro. Pero no es necesario que llevemos al pie de la letra el refrán que sirve de pie a estas reflexiones que pongo por escrito. Podemos hablar de la hipocresía, o de la maldad, o de la maledicencia, o de la manipulación.
Porque así como confía el ingenuo en que los demás son, al menos, casi tan francos como él, supone el mentiroso que los otros manipulan a quienes les rodean de forma parecida a como ellos lo hacen. Creen los que mangonean y se entrometen que el resto también lo hace. Piensan los justos y discretos que los otros también serán discretos y honestos. Desconfían los charlatanes de quienes se mantienen se mantienen callados de aquello que puedan conocer sobre ellos a quienes se lo han contado. De doble dirección es este punto, porque «si el otro sabe, tú tambien sabes» habría que recordarles a quienes se mantienen en silencio aun imaginando que sus asuntos sí están siendo divulgados. Los que se abstienen de alcahutear no son mejores personas ni almas más puras, ni pretenden ser mártires de la discreción, sino que son simplemente gente que se desprende emocionalmente de quienes ya no aportan nada bueno a sus vidas.
Y no siempre se puede. En ocasiones, tenemos que trabajar o relacionarnos familiarmente con chismosos y farsantes, con tergiversadores y embusteros, con fingidores y monomaníacos. Pero cuando uno puede decir adiós a los sutilmente mentirosos y embaucadores, debe, sin duda, hacerlo pese a las consecuencias y quien pese. Que la vida es una noria y los que creen que están arriba siempre acaban bajando de la cabina.
El espíritu navideño
Desde el día que os conté que no tengo mucho espíritu navideño no es que haya brotado de repente.Pero, no sé, quizá porque ciertos dolores y ciertos daños han ido menguando, o porque no tengo ganas de convertirme en una señora Scrooge contemporánea, o porque la posibilidad de unas Navidades tristes fue una certeza, o porque es cierto eso de que un niño provoca que el mundo se vea con otros ojos, o porque la niña que siempre soy no quiere dejar paso a la cínica en que se estaba convirtiendo, o porque veo sufrir a otros y para ellos quiero tener una sonrisa que les alegre el día, o porque soy consciente de la fortuna que tengo al rodearme de gente que me quiere de verdad y a quien quiero…
Quizá por todo esto, y pese a que la falsedad, la hipocresía, los halagos fingidos, la deshonestidad, el consumismo barato, el mirar para otro lado cuando paseamos por la calle, los powerpoints del elfoenseñaculo o el mismo arbolito con las bolitas en todos los muros de Facebook, la mentira, la indefinición, los sms de cortaypega, y ahora los whatsapp, el deseo de «Felices fiestas» de quienes el resto del año insultan, me siguen tocando las narices y me tienen hasta el gorro; quizá, digo, por la gente que me quiere, por la gente que quiero, porque tengo alma infantil y porque estaba perdiendo la capacidad de ilusionarme y no me apetece que esto suceda, permitiré a mi alma volar libre para que el espíritu navideño me inunde y me llene de emociones.
Así pues, ¡feliz Navidad!
P.S: La campaña Un juguete, una ilusión, de la que hablé hace tres años, sigue Navidad tras Navidad. Esta también. ¿Te lo has comprado ya?
«Canciones sin música»
Escogió cualquier libro de aquel estante olvidado. Se sentó con las piernas cruzadas en el rincón más cercano al ventanal y lo abrió. Por cualquier página.
Porque te voy a ver tal vez mañana
y porque aún palpita aunque dolido el tiempo
por un instante pacto con mi historia
puedo al fin dar tu rostro a este abandono
poner mi nombre a aquél que desangraste
llamar mi vida a este naufragio
saber que fue todo verdad tu amor
y fue tu desamor verdad del todo
eras tú quien me alzaba de la sombra
y hecha sombra impensable eras tú quien me hería
confieso que te quise salvadora o maligna
mi esplendor o mi muerte eran tu ministerio
y yo te amaba en todos tus poderes
todo lo supe fue ese abismo el que quise
y hoy todavía para mí ya no hay mañana
sino por la violencia con que espero
por mi bien o mi mal volver a verte
una vez más una sola vez más
siempre una sola siempre
una misma vez más.
En ocasiones, alguien describe mejor que una misma cómo se quedó vacía el alma propia, pensó.
P.S: El poema se titula «Canciones sin su música», y es de Tomás Segovia, magnífico poeta, quien murió el 7 de noviembre de 2011. Gracias por los instantes vividos leyéndole.
Los mejores momentos de la vida.
Hay algunos, la mayoría me parece, que opinan que los mejores momentos de la vida son los grandes acontecimientos. El día de la boda, o el de la graduación; cuando nos compramos nuestro primer coche; el nacimiento de un hijo, claro; quizás, el momento de la firma del divorcio; o cuando comenzamos en un nuevo trabajo. O el día que España ganó el Mundial, tal vez.
Para mí, no. Para mí, los mejores momentos de la vida son los pequeños momentos. Los inesperados. Los que no se han planeado. Bailar bajo un limonero a la una de la mañana, por ejemplo. Una sangría de cava por la que discutimos si sabe o no a cava. Un mensaje de texto que pregunta si he llegado bien a casa. Una llamada que invita a un mercadillo que luego se convierte en una comida de horas y charla y risas. Que me presenten a alguien y que parezca que nos conocemos de siempre. Ver su fotografía y sonreír de verdad por fin. Hablar horas y horas por teléfono y reírnos a carcajadas porque se cuelga a cada momento. Un tequiero y un beso en la mejilla. La visita de un amigo para rescatarnos del trabajo y tomarnos un café.
O, ¿por qué no?, las charlas nocturnas con los amigos. Las cosas de una niña de tres años. Que me duelan los carrillos de tanto reír. Un piropo a media mañana. Una fiesta sorpresa. Un abrazo sincero o una caricia.
Ayer por la tarde, el gesto de una desconocida trajo a mi memoria a alguien a quien ya nunca se lo veré hacer. Su evocación me llegó de golpe y paralizó mi cuerpo, en el sentido estricto del verbo. No me recuerda, de cualquier manera, su imagen la fugacidad o brevedad de la vida, sino más bien su fragilidad, ese fino hilo que nos une a ella y que se corta en el momento menos pensado, inesperadamente. Y sé, firmemente, que serán mis pequeños momentos los que me calentarán cuando tenga el alma fría. Porque son los mejores momentos de mi vida.
Los amigos de verdad.
Alguien me dijo un día que él solamente tenía cinco amigos de verdad. Los contó con los dedos de una mano. Y me preguntó cuántos tenía yo. Así que comencé a citarlas, a mis amigas de verdad. Interrumpió el conteo con esta pregunta: «Pero, ¿de verdad? ¿de los que siempre estarán ahí? ¿de los que estarán cuando los necesites?».
Y paré de contar. Dudé de si quienes estaba nombrando eran mis amigas de verdad.
Durante semanas le di vueltas a esta pregunta. Pensé, recordé, me pregunté. Le envidié. Les envidié y les espié a cada paso que daban como queriendo mostrarme que sólo ellos eran amigos de verdad.
Hasta que tú regresaste de tu destino, en la otra punta del país. Nos tomaste de las manos mientras hablábamos. Escuchaste nuestras penas, nuestras dudas o nuestras incertidumbres. Consolaste nuestros corazones al tiempo que nosotras acunábamos el tuyo con nuestro aliento. Esta vez no lloramos e hicimos planes para vernos en tu nueva ciudad, para estar juntas dejando las tristezas de lado por unos momentos. Encontraste unas horas en tu difícil cotidianidad para abrazarnos, aunque sabías que te esperaríamos en el portal de tu casa hasta que pudieses salir, sólo para darte un beso. Regresaste tú y las dos soplastéis las arenillas que cegaban mis ojos. Recordamos momentos no tan lejanos en el tiempo y volví a citar nombres. Y en cada uno de ellos, de aquellos que había comenzado a contar en aquella charla hace un tiempo, volví a ver de forma clara a los amigos de verdad.
Las tres, tan distintas en tantas cosas importantes, somos iguales en nuestra esencia. Porque las tres estamos unidas por nuestros tobillos gracias a la magia de aquella cadena. Para siempre, estoy segura de ello.
P.S: Y en días como estos, también te dedico esta entrada a ti porque hace un año me sujetaste de la mano y me ayudaste a bajar de la montaña rusa en la que me había subido y de la que no sabía cómo bajar. Soportaste mis llantos, mis dudas y mis inseguridades con esa paciencia que siempre has demostrado conmigo. Ojalá sigamos teniendo ambos la capacidad de reír incluso cuando la tristeza parece que se va comiendo nuestras almas. Muchos besos.
Bricolaje de almas.
A ella le habían roto el alma en pedazos tan pequeñitos que no se creía capaz de volver a recomponerla; era torpe en manualidades y tantos fragmentos se habían perdido, además, con el correr de las lágrimas y el arder de la fiebre, que sabía que iba a quedar incompleta cuando consiguiese pegarlos uno a uno.
Él le ayudó a buscarlos y a pegarlos. Llegó para estar un rato, pero se quedó sin pretenderlo. Ella le abrió su corazón; sólo le pidió que no le hiciese daño, y a base de dudas, idas y venidas, titubeos mezclados con certezas y confianzas temblorosas, él recompuso, con pulso lento, y sin saberlo, parte del alma rota.
Pero ninguno de los dos se dio del todo. Ninguno se mostró en su esencia; ninguno fue realmente como era. Dibujaron personajes distintos a ellos mismos, diseñaron líneas oblicuas a sus propios caracteres, perfilaron con lápiz sus temperamentos para borrar ejes a voluntad. Se enredaron en años de jugar a no quererse y a quererse, a ser amigos y ser amantes, en vaivenes y laberintos. Ella descubrió un día que su alma volvía a parecer como nueva y que él no era quien tenía que ocuparla. Y él, que se había escapado tantas veces antes para regresar a ella luego, se dio cuenta de que se le escapaba de entre las manos. Y la dejó ir.
Abusos
Por I., que me permite contarlo. Y por todas aquellas a quienes no conozco, pero han pasado por lo mismo.
Cuando una adolescente sube al coche de un adulto conocido para que la lleve a casa, no espera que nada cambie. Puede ser su tío, un amigo de sus padres, el entrenador de su equipo, un profesor de cualquier materia, el padre de su mejor amiga, un amigo de su hermano mayor… Cualquiera en quien confía.
Pero el vehículo se para en un lugar que no es delante de su casa. Y el hombre se acerca a ella, la besa, la abraza y toca sus pechos púberes. Murmura algo. Algo quizás como «Siempre quise hacer esto» o «Me moría por hacer esto». Algo que ella ni escucha.
Ella ni escucha ni ve ni siente. Su alma se aleja de su cuerpo bloqueado. Quizás es eso, que no se mueve, lo que aparta al hombre. Esta niña tiene suerte. Porque arranca el automóvil y la deja en la puerta de su casa.
Ella entra y saluda a su familia. En su habitación se desnuda, se pone el pijama y se mete en cama. Y su espíritu, ese que se separó de ella, no regresa durante el sueño. Lo olvida todo. O parece relegar al olvido esa noche.
Cuando consigue contarlo, algo más de diez años después, me queda claro que las palabras salen del rincón más apartado de la esencia nueva que forjó aquella noche de sueño.
Aroma de glicinias
Baixo o último chanzo e, de súpeto, unha fragancia coñecida pero esquecida vén a min.
O recendo das glicinias invade o meu nariz. E con el, visións de cando fun nena danzan diante miña. Cando ía a correr por aquelas corredoiras, por aqueles camiños monte abaixo, cara a casa da miña tía. O muro de pedra cheo de aquelas flores lilas que semellaban acios, cos que xogabamos as casiñas a miñas curmás e máis eu.
Hoxe, queda daquela cativa a curiosidade infantil, a capacidade de sorpresa e o ímpeto ante novos retos. Queda a facilidade para acariñarse, a espontaneidade, as ganas de rir, a ilusión dos momentos, o sorriso sempre pronto, o chorar agachado. Perdeu tantas cousas, tanta xente, tanta vida. Pero a muller na que se converteu esa nena aprendeu a abrir só o caixón dos recordos bos cando o aroma das glicinias vén a ela.
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